Estas semanas que nos entrenan para la Navidad se debaten entre el ánimo y el cansancio. Debutan siempre con proyectos ilusionantes capaces de sacar de sí mismos vibraciones intensas. Pero casi siempre, al final, devienen en fuegos fatuos de fin de ciclo. No faltan quienes nos señalan otro camino; aquel que nos conduce al hondo interior donde sosegarse del resacoso brillo exterior, o donde la fuerza del Misterio, como si de una comadrona se tratara, intentara hacer fluir aquello que no podemos permitirnos perder. Por eso palabras como santidad, felicidad, paz… se convierten en sentimientos ambiguamente reclamados. Sea como fuere, estoy de acuerdo con Alois Vogel, el protagonista de la magnífica novela de Pablo D’Ors, el Estupor y la Maravilla, quien cansado de observar las obras de arte del museo en el que trabaja como vigilante, al final, reconoce que “después de mirar algo adecuadamente, ya no podemos ser los mismos, y ya no podemos sino cambiar de vida”. Mantengamos el s...
Dice el refrán que “por la boca muere y mata el pez”. Y es cierto. Como también lo es la importancia que tienen las palabras que a diario pronunciamos. A excepción de la gente importante, cuyo silencio dice ser ilustrado, yo creo que a las personas nos definen más nuestras palabras que nuestros silencios. Hace poco leía, que alguien había realizado un estudio sobre el número de palabras que pronunciamos al día. Más allá de la veracidad de las estadísticas, parece ser que una persona pronuncia entre veinte y veinticinco mil palabras al día. Más que el número es interesante saber cómo escribiríamos esas palabras. Hay personas que siempre hablan en mayúscula. Es tan determinante lo que dicen, que las minúsculas le saben a poco. Yo creo que esas personas quizás hablan mucho, pero han vivido poco. Pérez Reverte, en su novela Falcó, le hace decir al protagonista una frase genial: “a poco que vivas, la vida les quita la letra mayúscula a palabras que antes escr...